Memorias de una silla

Una vez un árbol frondoso fue alcanzado por un rayo. Así el tronco y las ramas fueron cortados por los vecinos de la aldea para construir una silla. De eso ya hace mucho muchísimo tiempo. Yo no me acuerdo, pero el ebanista que me construyó me lo contaba las noches de invierno mientras trabajaba en su taller junto a una débil hoguera. Dicen que fue el mismo que ideó a Pinocho, pero creo que eso ya sería otra historia. Me dio forma y vida, decorando mi respaldo con las flores del almendro, pequeñas y delicadas. Algo así podría haber escrito si no fuese una silla, pero no necesito escribirlo. Recuerdo todas las historias de las personas que alguna vez se sentaron en mí, a pesar de que ahora estoy apartada en un rincón de la buhardilla y me faltan una pata y varios clavos, pero sigo aquí todavía. Lo que verdaderamente echo de menos es a mis hermanas, que hace ya años fueron desechadas por haber provocado caídas inoportunas en los comensales de algún convite. Ignoro dónde estarán ahora, puede que fuesen convertidas en nuevos muebles o tablas para construir graneros, pero lo más seguro es que hayan sido pasto de las llamas en la chimenea del salón o hayan servido para atizar el fuego de la cocina donde se preparan las tortas de maíz. Recuerdo las voces y las risas de los habitantes de la casa, como una melodía traída por el viento, que aún me hace sentir escalofríos y un atisbo de envidia. Yo siempre silenciosa y sumisa, sufriendo los golpes contra el borde de la mesa de mármol y los arañazos del gato persa en mis patas. Ni siquiera podía quejarme cuando por accidente derramaban el plato de sopa en mi asiento. A veces los niños me usaban de guarida secreta donde escondían trozos de pastel de calabaza y me ataban los cordones de los zapatos del abuelo para que al tratar de levantarse cayera con estrépito al suelo. Pero lo más asombroso sucedió de pronto, como suelen suceder esas cosas. Un día en el que se celebraba el cumpleaños de la pequeña de la casa, para que la niña dejara de llorar en su incómoda y rígida trona- la estoy viendo con su aire de superioridad y la mueca de su boca-, la sentaron en mi regazo, entonces comencé a escuchar no su llanto poco a poco aplacado sino sus pensamientos. Al principio lo confundí con las palabras de su ama de cría que trataba de calmarla con una nana. No, no era la canción. Los pensamientos de la niña- que aún no sabía hablar- se hilaban en mi cabeza como una tela bordada con miles de palabras. Así aprendí vuestro idioma y, lo más extraordinario, a susurraros al oído mientras degustáis el guiso de la cena. Quizá nadie me oiga, pero sigo hablando en voz alta, pidiendo ayuda, en esta esquina de la calle junto al contenedor de basura.

Comentarios

Entradas populares