Un, dos, tres al escondite inglés
“Dime a qué juegas y te diré quién eres”. Esta afirmación puede
resultar un tanto excesiva, pero tengo la convicción de que el juego es
esencial a la condición humana y nos configura desde la más tierna infancia,
aunque traten de desterrarlo de nuestra vida cuando llegamos a determinada
edad. A pesar de que el enorme abanico de aplicaciones para todo tipo de aparatos tenga un componente lúdico. Esto deberíamos preguntárselo a pediatras, psicólogos, educadores,
maestros, padres y madres, etc. pero me atrevería a decir que la mayoría de los
juegos infantiles de ahora nada tienen que ver con los de hace unos 30 años.
Las maquinitas de los setenta, al principio algo rudimentarias como el comecocos de las salas recreativas, nos
fascinaban. Recuerdo en especial el juego de Dragones y mazmorras, que en aquel entonces parecía una película. No
lo digo con tono nostálgico, sino como un hecho constatable. Y esto quizá sea lo
que abre- en parte- el llamado abismo generacional o la incomunicación entre,
pongamos por caso, padres e hijos. Me diréis que es natural, las cosas cambian,
pero tengo la impresión de que hemos olvidado muchos de ellos, que tal vez nos
podrían ayudar a afrontar con una mirada nueva determinadas situaciones en la
edad adulta y a enseñarnos a colaborar o a ser más tolerantes. Me viene a la
memoria un reportaje sobre una empresa de juguetes en la que sus empleados
dedicaban la mayor parte de su jornada laboral a jugar, jugar y jugar; a probar
los nuevos juguetes y diseñar otros nuevos en un espacio arquitectónico
propicio diseñado ex profeso para ellos. Por ejemplo, la sala de reuniones estaba
construida en una plataforma que reproducía el interior de una nave espacial.
Lo que más llamaba la atención era ver a los trabajadores en sus monopatines
pasillo arriba, pasillo abajo. Como os podéis imaginar transmitían en sus caras
la felicidad imprescindible para hacer cualquier cosa que nos propongamos. Ni
que decir tiene que la inspiración, la imaginación y la creatividad despertaban
allí del largo y profundo letargo de la madurez. Era como volver a ser un niño,
igual que el personaje de la película “Big”
cuando su deseo es concedido por la máquina de Zoltar. La pérdida irreparable de algunos de estos juegos es
equiparable a la de las lenguas en peligro de extinción. Los juegos de nuestros
abuelos y bisabuelos perviven aún en los álbumes de fotos y en alguna anécdota
memorable o en los trabajos de algunos artesanos. Algunos de ellos se siguen
jugando como un ritual ancestral en parques y patios de colegio, pero están a
punto de desparecer. Los tiempos del aro, la rayuela, las canicas o el gua se han convertido en piezas de museo
como las canciones de corro, los Limerick
o las adivinanzas que han sido sustituidos por las melodías y emoticonos descargables
en móviles y tabletas. Llegará un día en que las vitrinas del museo del juguete
exhibirán videoconsolas con gafas 3D junto a un palo y una bola de celofán.
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