Microcuentos para leer en cualquier parte
Bienvenidos a la tierra. Apaguen sus dispositivos electrónicos. Cierren las bandejas plegables. Abróchense los cinturones. La voz femenina que sonaba por la megafonía de la nave se fue apagando lentamente y un eco de voces infantiles llenó los corredores y pasillos iluminados con las luces de emergencia. La hora de juego había terminado.

 
El sonido de los nudillos en la puerta del armario le sobresaltó. Hacía días que le habían cortado la luz, ya no salía a la calle y ningún vecino le visitaba. Su vida era solitaria y silenciosa. Lentamente se dirigió a la habitación. De nuevo dos golpes secos y pausados. Abrió la puerta carcomida del armario y la vio colgada de la barra. Al cogerla notó estupefacto que las huellas de su vida se habían depositado en  la percha olvidada en el fondo del armario.

 
No olvidar llaves de casa. Recordar la comida del perro. Regar macetas. No me llames. El telegrama nunca llegó a su destino porque el cartero se confundió de piso. Los vecinos del cuarto se sorprendieron al recibirlo. Ellos no tenían perro.

 
Te amo. Siempre. Pasaron los años y el destinatario nunca abrió la carta porque la olvidó en el fondo del cajón y nunca se enamoró.

 
Enciende tu terminal. Espera unos segundos. Antes de que pudiera escribir su código de acceso la corriente eléctrica bajó su intensidad hasta apagarse por completo. Su nueva vida había comenzado.

 
“Yo sé quién soy”. Se creía don Quijote.

 
Trasto, cachivache, chisme, artilugio, utensilio, artefacto, aparato... No le salía la palabra exacta.          
 
Bajó las escaleras de la luna de puntillas para no despertar a su hermano pequeño. Lo difícil fue volver a subir.

 
Por un momento, sólo por un momento se imaginó un mundo sin móviles pero en la tienda le insertaron una nueva tarjeta de memoria.

 
Las palabras que no dijiste se hicieron un nudo en tu garganta que deshizo sin problemas la pastilla para la tos.

 
Creíamos que el tiempo seguía nuestros pasos y que podíamos atraparlo entre las manillas del reloj hasta que un día, de pronto, la última pila se agotó como por arte de magia.

 
Siempre había una palabra para cada ocasión. Tarareó feliz.

 
No podía atravesar paredes, de eso estaba seguro, pero siguió intentándolo durante toda la eternidad.

Comentarios

Entradas populares