Cocinar con palabras
Para no quedarnos en blanco  y aportar matices nuevos o recobrados, como quien condimenta los platos con especias de oriente o de ultramar, podríamos adquirir un abrelatas que destape las conservas de la alacena de la lengua. A pesar de la existencia de los diccionarios en papel u on-line, creo que podríamos habilitar un lugar donde depositar esas palabras y expresiones de las que no nos queremos desprender y que siempre nos gustaría recordar, las usemos o no. Algunas estarán allí por si acaso, como en una fresquera o una despensa con baldas hasta el techo en las que apilamos botes de confitura, latas de piña, jamón cocido, legumbres, etc. para elaborar algún día una cena de emergencia a la luz de las velas. Desde luego será necesario contar con la ayuda de una escalera, como la de las grandes bibliotecas, que nos permita “navegar” por cada uno de los estantes. En realidad, ese espacio que se asemeja a las estanterías de una ferretería donde cada cajoncito está perfectamente identificado con un rótulo- me recuerda a la película “Un cuento chino”, protagonizada por Ricardo Darín- y a los cartelitos que adornaban nuestra clase de primaria en los que la profesora había dibujado un dedo y su uña y había escrito una Ñ mayúscula con una bonita caligrafía, es una prolongación de nuestra memoria colectiva. Este año se celebran los 300 años de la Real Academia de la Lengua española y el mueble con cajones, llamado "la cómoda", donde se guardan las fichas que contienen los ejemplos de uso de cada una de ellas, me ha hecho pensar en esta imagen de la despensa, una imagen que hoy en día sería equivalente a una Red virtual, en la que todos esos armaritos se conectan unos con otros a través de hipervínculos a la manera del pensamiento de Aby Warburg, como hilos invisibles que lo relacionan todo en infinidad de capas, como una lasaña de versos. Una receta flexible y cambiante que se retroalimenta. Algunos de esos ingredientes casi se han extinguido, pero otros los seguimos cultivando en huertos caseros: cordial, creencia, cuerpo, cuz- interjección para llamar a los perros-, divinamente, ebúrneo- de marfil-, ejemplario- conjunto de ejemplos- flojo, frontero, gaje- prenda o señal, molestias o perjuicios al desempeñar un oficio-, ibis- ave-; ignavia- pereza-; jayán- persona de gran estatura y robusta-;marchamar- marcar géneros o fardos en una aduana-, medicina, mejorana-planta silvestre-, melsa-calma excesiva-, mesnada-compañía de gente-, neviscar-nevar ligeramente-, etc. Esta lista tan heterogénea me recuerda a las encuestas anuales que realiza el Instituto Cervantes sobre las palabras preferidas en castellano: “arrebañar” o rebañar, “gamusino”-animal imaginario que se emplea para hacer bromas a los cazadores novatos-, “sueño”, “cachivache”-vasija, utensilio- e “infinito”, que seguramente son elegidas por su color y sabor como la manzana de Blancanieves. Pero las que realmente me interesan son las  que se incluyen en el libro Palabras moribundas de Pilar García Mouton y Álex Grijelmo: albricias, baladí, cabás, chisgarabís, cuchipanda, guateque, marisabidilla, patatús, piscolabis, plexiglás, plumier, rendibú, superferolítico, tecnicolor, etc. Todas ellas me gustaría conservarlas no al vacío sino en el recuerdo vivo de quienes las usaban y en nuevos platos que cocinar con ellas.

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