Cámaras animadas
Están
en todas partes. Pasamos a su lado con toda naturalidad, sin darnos cuenta,
convertidos sin remedio en extras de una película que nunca se proyectará en
las salas de cine. Si miras una nube se cuelan en tu campo de visión desde las
cornisas de los edificios oficiales o propiedades en las que está prohibido el
paso. Ejercen tanta influencia sobre nosotros que consiguen que el transeúnte
quiera cruzar de acera lo antes posible o pasar desapercibido tras unas gafas
negras. Algunas veces provocan el efecto contrario y los hay que se besan
apasionadamente ante esa mirada anónima. Te observan de reojo desde las
esquinas de un hall o colgadas a modo de lámparas de diseño, sin disimulo, como
diciendo “¡eh!”. Otras vigilan pasillos y escaleras de acceso restringido,
intimidando como si fueran un espíritu al que tiene la necesidad de pasar por allí.
También las hay que se anuncian a bombo y platillo en carteles con el lema “Zona de vídeovigilancia”, cual tarjetas
de visita, para que los viajeros se sientan como en casa. Las reacciones son
diversas, pero casi todos coinciden en bajar la cabeza y hablar en susurros,
como si esos ojos mecánicos pudiesen oírnos. Incluso algunas parecen parpadear o dar
vueltas como la cabeza de un búho. Al principio podrías dar un respingo, pero
ya ni nos inmutamos, las hemos incorporado a nuestra rutina cotidiana. Son ojos
pegados al techo, que no sabemos si duermen o miran ensimismados a la chica que
pasea a su perro. Las hay que adornan con supuesto disimulo farolas y señales en
calles y autopistas, o sobrevuelan los tejados en helicóptero, grabando las
infracciones de tráfico y todo tipo de incidencias que puedan producirse. A
estas las considero útiles y necesarias para la seguridad vial, no cabe duda.
Como las de cajeros automáticos y grandes superficies. ¿Pero todas son
realmente necesarias? Eso nos hacen creer. ¿Y nuestro derecho a la intimidad? Nos
miran sin que lo sepamos, a hurtadillas, quitándonos un trocito de alma. Nadie
se libra de esa mirada omnipresente y podría decirse que omnisciente, como un
novelista del XIX que mientras saborea su taza fabula sobre lo que ve a través
del ventanal del Café. Me pregunto quién estará al otro lado. A veces nosotros
mismos. Parece que nos han encandilado tanto que las hemos abierto de par en
par las puertas de casa, sentándolas a la mesa o las llevamos incorporadas en
coches, cascos para la bici o en los móviles. Incluso hay aplicaciones que nos
dejan ver lo que hacen en directo nuestros hijos en la guardería y no nos
olvidemos del ordenador que abre los ojos al encenderlo. Esto ya es rizar el
rizo.
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