El maestro

Pasea dentro del recuadro de su estrado- como un cuadrilátero particular-de esquina a esquina con pasos breves y pausados casi dando saltitos como un boxeador a punto de comenzar el combate. Toma algo de carrerilla e inspira hondo para comenzar a exponer la lección y cada vez que alcanza el límite de la plataforma donde se sitúan su mesa y su silla eleva la voz como si hubiese caminado hasta el fin del mundo y estuviese tan lejos que no pudiésemos oírle. La verdad que allí subido parece un pirata en lo alto de la vela mayor y nosotros somos los grumetes que limpiamos la cubierta de nuestros pupitres con la pluma y el tintero. Permanecemos inmóviles y boquiabiertos como si vislumbráramos entre la niebla la isla del tesoro. Emborronamos las libretas al deslizar la mano sobre el papel rayado y alguna mancha de tinta cae como una gota de pez pero no nos importa. Cuando no mira tiramos avioncitos y con el tirachinas cualquier cosa incluso moscas. Nos reímos cuando caen en el pelo revuelto del empollón, el  Eusebio, que siempre sale diligente a la pizarra a resolver los problemas de matemáticas. Todos le tenemos tirria desde el día en que se chivó de que habíamos copiado en el examen de latín. Además es el único que trae la tarea de casa y nos hace quedar mal a los demás que alardeamos de la vagancia como si hubiésemos ganado el premio gordo de la lotería. Sólo somos unos críos y pensamos en lo inmediato y en la reprimenda en casa si reciben queja de nosotros. Nada de responsabilidades. ¡Qué más da el futuro y las consecuencias de esta pereza que llevamos incrustada en las uñas!. Así pasamos la mañana y la tarde deseando que suene la campana para salir a jugar al fútbol en la plaza del pueblo. Un día el maestro no llegó. Al principio no nos dimos cuenta de su tardanza y seguimos jugando a las batallitas tras las tapas de los pupitres durante un buen rato hasta que comenzamos a preguntarnos dónde estaría. El hijo del lechero, que era el más decidido, salió al pasillo que conducía al ala destinada a las niñas del modesto edificio que hacía las veces de escuela. La señorita Edelmira estaba en ese mismo momento iniciando la clase de costura con las niñas del pueblo y todas al unísono enhebraban sus agujas con un hilo que de tan fino era invisible. Todas dieron un respingo y algunas se pincharon con la aguja al ver entrar al hijo del lechero porque había irrumpido en la sala como caballo desbocado. La señorita Edelmira se sorprendió mucho ante la pregunta del chico y nada pudo responder. No sabía nada del maestro. Seguro que partió en busca de la isla del tesoro.

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