La sala de espera
En un hospital público ya entrada
la noche se sientan decenas de pacientes en la sala de espera de urgencias. Reinaría
casi el silencio- como es propio de un lugar así- si no fuera por el
amortiguado susurro de los que esperan, unos con caras de dolor o preocupación
y otros que les dan ánimos o sencillamente les hacen compañía, y el histriónico
o desconcertante tono de algunos móviles que nos sobresalta o nos arrulla si es
que estábamos cerrando los ojos. Azulejos blancos en las paredes y
fluorescentes de una luz blanca como la del estudio de un pintor, para que nos
hagamos la ilusión de que estamos al aire libre en una pradera como las de Sonrisas y lágrimas. Nada más lejos de
la realidad. Unas máquinas expendedoras de agua mineral, refrescos, sándwiches,
patatas y chocolatinas aportan el toque hogareño en este salón ,que a
diferencia de la nevera de nuestra casa o una bandeja que llevarnos a la cama
los domingos por la mañana tienen una ranura en la que insertar algunas monedas. Incluso
cuenta con una televisión Led en la
que se ve con subtítulos, porque no tiene sonido-igual que algunos pacientes-, el Canal 24 horas de forma
continuada,- quién tendrá el mando o dónde se habrá perdido- debe de ser para crear ese
mismo ambiente de cuarto de estar al estilo Ikea,
donde recostarse en un sofá junto a familiares y animales domésticos. La verdad
es que contrastan las noticias de lo que podríamos denominar “mundo exterior”
con el estado de ánimo dominante, que reclama el recogimiento y una mano que
estrechar mientras esperas a que digan tu nombre por el altavoz. Casi todos
permanecen ajenos a las imágenes de la pantalla, con la mirada perdida,
absortos en sus preocupaciones. Los más jóvenes buscan con ansiedad un enchufe- como si se tratase de un placebo-
en el que conectar sus móviles para
poder seguir mandando mensajitos o deslizando el dedo índice en las
pantallitas táctiles. Son dos hermanos que resultan algo extraños entre los que
llenan la sala, hablan a gritos y algunos les miran con recelo. También llaman la atención en
una de las paredes, como reliquias del pasado, dos cabinas de teléfonos de las
de echar moneda, que parecen invitarnos a llamar a alguien o nos recuerdan que
alguna vez hubo una persona al otro lado del auricular. Son dos máquinas que
nadie usa hoy en día y me preguntó por qué seguirán allí. Podría dejarse un
solo teléfono o uno desde el que se pudieran realizar llamadas sin necesidad de
gastar dinero. Me siento en una esquina de la sala e imagino las historias de
todos los que están allí o dentro de las consultas, la mayoría hombres y
mujeres mayores que hace muchos, muchos años fueron unos niños que jugaban a las
enfermeras y médicos en el recreo. Todos esperan no sólo a ser atendidos sino a volver a casa sanos y salvos. La sala de espera es una promesa de esa esperanza.
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