La canica
Al
ritmo de su IPod y casi flotando comenzó a descender las escaleras como un autómata,
sin poder hilar con claridad ningún pensamiento. Amanecía y el tiempo se
desplegaba con alas de mariposa, revoloteando curiosa entre los visillos
desteñidos de los viejos ventanales. Los vecinos aún no se habían despertado o
eso le pareció porque el pasillo de su planta estaba sumido en una profunda
oscuridad silenciosa. Sólo le extrañó que delante de las puertas de algunos
apartamentos se amontonaran varias bolsas de basura, que la portera solía
recoger todas las tardes sobre las ocho. Además en el felpudo del 5ºB se veía
un florero en cuyas flores se detuvo la mariposa. Consultó el reloj que había
pertenecido a su abuelo. Marcaba las siete en punto, por lo que cogería el
metro y en media hora más o menos llegaría al Instituto. Siguió bajando las
escaleras canturreando la melodía que le susurraban al oído. Llevo todo en la
mochila- pensó. Se detuvo para comprobarlo y sí, tenía la carpeta, el
diccionario, el estuche y el libro de poemas que le había prestado Olivia. De
pronto recordó lo que ella le había dicho: “Nunca
te olvides de sonreír”. ¿Qué querría
decir con eso? ¿Acaso ella le tomaba por un tipo aburrido y triste o sólo era
una forma de demostrarle que le importaba? Entonces esbozó una tímida sonrisa
imaginando que Olivia le miraba con sus intensos ojos azules. Por un instante
vislumbró su rostro en el espejo del descansillo del cuarto piso. Se frotó los
ojos. No puede ser. Debo de estar medio dormido. La mariposa de luz plegó las
alas y se posó en el cabello de Olivia al otro lado del espejo. Llegó al portal
y vio colgado en el ascensor el cartel de “No
funciona”. Alargó la mano hasta el interruptor y lo pulsó, pero no había
luz. Tal vez debido a la tormenta de anoche o a todas las tormentas narradas
por viejos marinos… si no recuerdo mal…. Se sintió muy confuso y algo asustado.
¿Qué le pasaba? Estaría desvariando…Se mareaba. Retrocedió. La mariposa
atravesó el espejo y despareció. Se sentó en el peldaño que remataba la
escalera, el que conducía al vestíbulo de la entrada principal; el primero y el
último a la vez, dos cosas que eran y no eran, como una palabra reversible. Ese
pensamiento le calmó y volvió a consultar el reloj de pulsera, pero éste había
encogido, la diminuta esfera encerraba todos los días y sus noches, pintados
con unas marcas paralelas y continuas que se enroscaban en su centro. Le
pareció ver agitarse una minúscula mariposa atrapada en ese entramado de agujas,
números y vacío. La música cesó. A través de los auriculares empezó a escuchar
un ritmo constante y acompasado, como un solo de batería de las bandas de rock
de los 80. Tum, tum, tum…Resonaba
retorciéndose a lo largo de la escalera. Era como si a un niño se le hubiera
caído una canica que chocara y rebotara en cada escalón, una inmensa canica de
cristal que contenía todos los sonidos del mundo. Abrió la palma de la mano y
estaba allí. Exhaló un grito ahogado y la canica se le resbaló rodando
juguetonamente hasta la puerta de la calle. Tum,
tum, tum. Ahora parecía que alguien llamaba con sus nudillos en el cristal
de la puerta del portal. Cerró los ojos.
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