Greguerías, Cachivaches y Borogobios
Recuerdo cuando estaba aprendiendo a leer y al volver del colegio recitaba a media voz las sílabas entrecortadas de los anuncios que empapelaban vallas o envolvían fachadas. Así que podría decirse que los eslóganes publicitarios reforzaron algo la cartilla escolar. Nada tenían que ver con “mi mamá me mima”, aunque mirándolo bien este lema de la infancia sería apropiado para un “spot” de potitos, leche en polvo, champú o toallitas de bebé.  Todavía conservo el cuaderno de lengua de primer curso cuyos dictados sin sentido son hoy auténticos poemas automáticos: “En el jardín de Pedro hay árboles. En la mesa había un flan. Ese señor lleva un globo. Mis padres me quieren mucho”. Incluso cada verso se transforma en un haiku delicado y sugerente. Leer para emocionarse y evadirse, cambiarnos y cambiar el mundo. El misterioso entramado de la lectura que nos configura se sedimenta a un ritmo imperceptible, por eso algunos no creen en ella o sencillamente la menosprecian. Me refiero a algunos adolescentes que “pasan” porque ésta se convierte en una imposición escolar, familiar y social. Tengamos en cuenta que “las matemáticas están en todo”, así la física y la biología, etc. pues con la lengua sucede igual. Empezando por nuestro pensamiento, que nos hace tomar conciencia de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Nuestras palabras somos nosotros. Cuidemos de ellas. A veces son las palabras de otros, que se cuelan por los altavoces del subconsciente o de personas que no nos conocen y que parecen saber lo que pensamos o incluso nos dicen lo que tenemos que pensar con la siniestra habilidad de un adivino. Recuperemos, pues, nuestras propias palabras e inventémoslas con la espontaneidad de la niñez, sin ruborizarnos por abrir el cajón de la imaginación, que a pesar del tiempo y de las exigencias sociales está depositado sin duda en un lugar honorífico de la mente, representada como un inabarcable jardín laberíntico. Seguramente sea como una matrioska de la que surgen nuevas cajitas o una red de infinitas sinapsis que tejemos y destejemos como la labor de Penélope. Las palabras mágicas “greguería”, “cachivache” y “borogobio” se las debemos a Ramón Gómez de la Serna , Mario Benedetti y Carmen Martín Gaite, prestado a su vez de Lewis Carroll. A mi entender son las semillas de la fantasía. Sólo hay que plantarlas y regarlas con cariño, de ellas surgirán nada más y nada menos que palabras.

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