El metro de Camelot
Me encanta cómo Mark Twain ya a finales del XIX pasea por el país de Arturo en traje de yanki andante pero con la mirada -y sobre todo el gesto y la palabra- crítica y la actitud irónica y a veces sarcástica de quien procede de otro tiempo. Seguro que haría buenas migas con don Quijote, a pesar de que nuestro hidalgo soñador se tome en serio eso de vivir aventuras y ambos se encuentren a años luz en su manera de entender el mundo. Lo que para uno es recuperar la edad de oro y socorrer a los menesterosos haciéndose más y más libre, para el otro es transformar el mundo enarbolando la bandera de la tolerancia, la defensa de los derechos humanos frente a la injusticia, la crueldad, la sinrazón heredada de generación en generación y deshacer los nudos de las ideas preconcebidas y aprendidas que destruyen todavía hoy lo que nos hace humanos. Una canción contra la esclavitud física y psicológica, que luego escribiría a su modo el laureado Bob Dylan en Blowin' in the Wind.Nada más y nada menos. Ahí es nada. Ambos, pues, no son tan distintos, a pesar de todo. Se les tacharía de idealistas en un siglo XXI que parece otro Camelot igualmente degradado y degradante, el mundo al revés,donde la educación se olvida al dejar la escuela y ya con el carné de adulto en la boca uno se puede dedicar a poner en práctica todo lo contrario de lo que nos enseñaron sobre la convivencia, el respeto y esas otras palabras que hasta nos tienen que recordar de vez en cuando. Es ese impulso que sienten los estudiantes de pintarrajear o "quemar" el colegio cada fin de curso. Me pregunto de dónde nace tanta falta de sentido común. No me digáis que "son cosas de críos". Esa es la respuesta que a Twain le chirría en los oídos de la educación, de la vida auténtica no de la moral. Con esto quiero deciros que no tiene una intención moralizante. Como esos carteles en los que se muestra el buen uso que debe hacerse de las escaleras mecánicas en el metro de las grandes ciudades o las protestas por el polémico manspreading, es decir, la forma- por lo general, masculina- de ocupar el espacio de los asientos de los vagones. Seguramente el yanki en la Corte del rey Arturo se quitaría la armadura para no molestar al resto de viajeros, aunque así seguro que salía en las noticias.
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