El jardín pintado

El jardín de los abuelos era como un tablero de ajedrez que se extendía hasta el horizonte en el que se mecían al viento miles de rosas silvestres pintadas con lápiz. Cuando llovía las gotas resbalaban-como hormigas transparentes- por los pétalos y tallos emborronando el paisaje. Así se veía sin gafas, decía mi abuelo. Al salir el sol los niños volvíamos a repasar cada trazo mientras jugábamos al croquet. Los aros de hierro se clavaban en la tierra a cierta distancia, formando un mapa imaginario. Cada uno tenía un stick y debíamos golpear las bolas de madera para que viajaran a lo largo del recorrido. La hierba mojada las hacía deslizarse y así, con un leve toque, rodaban muy lejos hasta llegar al cruce de aros en el centro del campo. La abuela cogía el stick con las dos manos como si fuese un flamenco de los de Alicia en el País de las Maravillas y con suavidad desviaba las bolas del equipo contrario. Era un juego en el que no había ganador, pero quien jugaba rejuvenecía de manera imperceptible. Otras veces, especialmente a la hora de la siesta, jugábamos un rato al escondite en el destartalado invernadero. Cierra los ojos, cuenta hasta diez y me encontrarás. Después todo se detenía y empezaba la búsqueda. Era como ver por primera vez el mundo y sentirse muy solo. El jardín ya no existe, pero sí las tardes de juegos y la cesta donde se guardaban el parchís y las cartas de Las familias. Ahora cae la tarde y sólo unos recuerdos se guardan en cajas, unas cajitas tan pequeñas que ya hemos olvidado dónde las pusimos; otros, los pinta alguien en un cuaderno y algunos somos todos nosotros.

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