Con la casa a cuestas

Cambiarse de casa, estaréis de acuerdo conmigo, es, sin duda, un ejercicio saludable que ensancha nuestra alma y nos hace cambiar la acomodada rutina por la que nos hemos dejado llevar por nuevas ciudades, nuevas calles e itinerarios, nuevos rostros… nos obliga, en cierta manera, a estar alerta y despejados, a mirar de nuevo, a distinguir lo verdaderamente necesario de lo superfluo, a reconsiderar qué queremos hacer de ahora en adelante. Como quien inicia un viaje a lo desconocido pero con la seguridad de que se abre una nueva etapa llena de ilusiones con una única reducida mochila a la espalda en la que nos cabe la vida entera- como el mágico equipaje de Mary Poppins, del que sale desde una lámpara enterita con pantalla y todo hasta el juego de té-, aunque nos cueste creerlo- algo parecido a lo que el personaje de George Clooney recomienda en “Up in the air”, a pesar de que él paradójicamente la haya vaciado tanto que casi se ha quedado con lo puesto: una vida solitaria de quita y pon, como una muda recién planchada y perfumada con esmero y pulcritud que da cierto repelús y carece de espíritu. Se trata de simplificar y desprenderse de lo que nos impide avanzar, por una parte, en un sentido material- porque los objetos a veces pueden llegar a aprisionarnos, véase el caso extremo de las personas que sufren el síndrome de Diógenes y que tras años de acumulación se han quedado atrapadas en un marasmo de enseres que perdieron su utilidad- si es que alguna vez la tuvieron- para convertirse en desechos y basura- y, por otro, en un sentido psicológico, es decir, seguro que los cambios son una prueba para nuestra capacidad de adaptación y no sé si tendrá que ver también con “el pensamiento divergente” que favorece nuestra creatividad. Esto, desde luego, si se hace de forma voluntaria no como les sucede a los millones de desplazados y refugiados que, debido a las guerras en las que ellos son los únicos sufridores de la violencia y del ejercicio de poder de las armas totalitario e inhumano, malviven en campos, deambulan sin rumbo y traumatizados de por vida entre las fronteras trazadas en los mapas con regla y cartabón o las cruzan a nado, a pie, en pateras o en barcos que naufragan y nadie socorre. Ellos no llevan la casa a cuestas, la han perdido en un bombardeo para siempre. Y cuando digo casa me refiero también a los miles de hogares de los que son desahuciados a diario nuestros vecinos, amigos, conocidos, personas anónimas a las que injustamente se les arrebata lo que es suyo. Ellos tampoco llevan la casa a cuestas- como los jóvenes- y no tan jóvenes- que se ven obligados a abandonar sus casas y separarse de sus familias para buscar una vida mejor en otra parte- porque se la ha apropiado el banco, en cambio, el hogar no se lo podrán quitar porque resiste en la solidaridad de la gente, en ellos mismos, aunque el tópico lema de “hogar, dulce hogar” haya sido tachado con impunidad y alevosía de la lista de los derechos humanos.

 

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